Regresábamos a casa después de pasar la “Noche en blanco” en el Museo Ibercaja cuando una radiante luna llena nos sorprendió sobre la fachada del Teatro Principal. Eran las dos de la madrugada del segundo día del verano y el paseo Independencia de Zaragoza olía a azahar y a chocolate caliente.
“Salimos de una exposición y vemos el mundo de manera distinta, vemos cosas que hasta entonces no habíamos visto” (Carles Ulises Moulines). Leí esta frase precisamente esa misma tarde en un libro sobre Imaginación científica. Ciertamente, los artistas nos presentan los objetos bajo una luz distinta. Por otra parte, situarnos ante la belleza del arte, en cualquiera de sus manifestaciones, abre nuestra mente y nuestro espíritu y nos enriquece.
Una facultad similar a esa maravillosa virtud del arte la tiene la comunicación, las relaciones humanas, y, de manera especial, la comunicación con personas a las que acabamos de conocer o que apenas conocemos.
Las redes sociales nos permiten descubrir nuevos objetos, nuevos hechos, nuevos gustos, nuevos intereses, nuevas formas de vida y nuevos puntos de vista que en ocasiones se asemejan a los nuestros y en otras son del todo opuestos. Podemos elegir a quién leemos, con quién nos relacionamos (independientemente de dónde se encuentre), y algo que siempre ha sido tan complejo como la comunicación se convierte, gracias a Internet, en algo sencillo incluso para los más tímidos. Sencillo y, en la mayoría de las ocasiones, altamente gratificante.
Escribí más abajo un artículo sobre Miquel Fuster, el dibujante que fue mendigo. Una de las conclusiones que extrajo de esta dura circunstancia fue que en el mundo hay “mucha más gente buena que mala”.
Las redes sociales son un éxito rotundo precisamente por esa afirmación de Fuster. Las malas experiencias de comunicación en el entorno de las redes sociales son excepciones; de lo contrario, ya no seguiríamos allí. Confieso que, a mí, estos cauces informáticos a través de los cuales nos hacemos partícipes unos a otros de opiniones, de logros, de sentimientos, etc. me han proporcionado muchas alegrías. Me ayudan a conocer un poquito más el mundo y a la humanidad, y, por tanto, a amarla más, con toda su fuerza y su fragilidad (y con toda la mía), porque solo es posible amar aquello que se conoce. Puedo decir de las Redes lo mismo que Carles Ulises Moulines de las exposiciones: salgo de Facebook (o de Twitter) y veo el mundo de manera distinta, porque he visto cosas que hasta entonces no había visto.
En la “Noche en blanco” de este año se combinaron el arte y las redes sociales de manera especialmente grata: cuando me despedía de la directora del Museo, un hombre se acercó a saludarme:
–No sé por qué circunstancia, pero somos amigos en Facebook –dijo.
Confieso que yo tampoco sé por qué circunstancia. Tengo amigos en esta red a los cuales no conozco en otro entorno. ¡Y ahí está la maravilla! Para comunicarme con mis amigos tengo el teléfono, el whatsapp, el email… Las redes son un canal más. Sin embargo, para comunicarme con el mundo tengo las Redes y la Literatura. Y ambas me parecen sendas formas de arte (salvando las distancias) porque las dos exigen esfuerzo, cariño y sensibilidad.
Me hizo muy feliz que un amigo de Facebook se acercara a saludarme. No sé si fue por eso, por la música del cuarteto de cuerda o por haber estado contemplando la obra de Goya, pero después percibía el olor a azahar con mayor placer e intensidad.
Al salir del Museo. En el Paseo Independencia.