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La Primera dama

Margarita miraba atentamente a la Primera dama; estaba maravillada con su sonrisa resplandeciente y con sus grandes ojos negros tan bien maquillados, aunque no le habría hecho falta pintárselos tanto porque bastante guapa era ya. Observaba su cara redondita ahora tan alegre y otrora tan llena de lágrimas o tan enfadada. Se acordaba hasta de las notas que hacía salir de su saxofón mientras lloraba, y de la fusta con la que obligaba a galopar a su caballo cuando se enfurecía.

–Cuánto me alegro –dijo emocionada–. Ya se merecía esta chica ser tan feliz, casarse con este hombre tan bueno y tan rico que hasta la lleva a cenar con los reyes de España. ¡Con todo lo que sufrió con aquel otro! ¡La dejó plantada en el altar! Reconozco que a mí me gustaba mucho cómo tocaba el saxofón, pero estaba siempre tan triste. ¡Y cuando montaba a caballo tan furiosa! ¡Cielo santo! Podría haber tenido un accidente irreparable. Entonces sí que lo pasaba mal, la pobre.

Elízabeth la miraba con pena mientras pasaba el trapo del polvo por encima de las sillas lentamente, como si las acariciara.

–No, señora Margarita, aquello que usted dice no era de verdad; era una telenovela. La señora era una actriz. Aquella tristeza era de mentira. Lo que sí es de verdad es esto: la señora Angélica se casó con el presidente de México y ahora es la Primera dama de su país. Hasta cena con los reyes de España.

Margarita seguía atenta al televisor.

–Pero, ¿qué dicen? ¿Va a ser ella ahora ella la reina de España?

–No, señora Margarita –respondió Elízabeth–, la reina va a ser doña Letizia, la que está al lado de doña Sofía.

Claudia entró con la bolsa de la compra. Claudia estaba siempre llena de energía. Las mismas chispas que saltaban de sus ojos castaños se desprendían también de sus gestos y de todos sus movimientos. Era todo armonía. Menuda, igual que Margarita; algo en ella anticipaba un parecido con su madre que no se había consumado todavía. Tenía Claudia cuarenta y dos años, pero la juventud se aferraba a su piel y a sus rasgos. Nadie le daba más de treinta y dos. Repartió lo que traía entre la nevera y los armarios de la cocina, fue al salón, besó a su madre en la mejilla y dio los buenos días a Elízabeth.

–¡Hija! Me alegra que hayas llegado justo ahora. Mira –le dijo señalándole el televisor–. ¿Tú te acuerdas de esa pobre chica a la que su novio abandonó en el altar?

–No, señora Claudia –intervino Elízabeth–, aquello pasó en una telenovela, pero su mamá se cree que fue de verdad. Lo que ocurre es que esa señora era una actriz y ahora pues se ha casado con el presidente de México.

 Claudia sonrío y le dio a su madre una cajita de cerezas.

–¡Ay qué ricas! ¡Son las primeras que como este año! Mira, cariño –continuó mientras iba comiendo las cerezas–, esa pobre chica padeció muchísimo por culpa de un hombre, y ahora, ¿ves? Se ha casado ni más ni menos que con el presidente de México. ¡Y los reyes de España la han invitado a cenar!

Elízabeth miró a Margarita con una mezcla de lástima e impaciencia. No le pasó inadvertido a la señora el gesto de su cuidadora. De pronto, se volvió a ella:

–A ver. Y tú que tan segura estás de que lo que le pasaba a esta chica era una telenovela, ¿cómo sabes que esto que estamos viendo ahora le está pasando de verdad y no es también una telenovela? Si, total, las dos cosas las vemos por la tele.

Claudia soltó una carcajada y Elízabeth quedó tan asombrada por la agudeza de Margarita que no supo qué responder. Apretó los labios y encogió los hombros.

–Pues tiene razón la señora –murmuró mientras seguía pasando el trapo del polvo por las sillas– ¿Quién sabrá?

Angélica Rivera