El primer regalo que le hice el Día de la Madre fue una rosa de papel. ¡Era preciosa! Yo tenía solo tres años y las chicas mayores de la escuela me ayudaron a colocar los pétalos. ¡Con cuánta emoción la llevé a casa! En un mano, la cartera; en la otra, la rosa y todo mi cuidado.
Entraría despacito, sin hacer ruido; subiría hasta mi habitación, y la escondería debajo de la cama (no se me ocurría un lugar más secreto) hasta el domingo. Tenía que superar tres tramos de escalera: el primero era el más delicado porque conducía a la cocina y al salón y allí estarían mi madre, mi abuela y mi hermana pequeña (mi hermano aún no había nacido). Si oían algún ruido fuera, saldrían y me descubrirían; pero, si lograba pasar al segundo tramo sin que se diesen cuenta, ya no había peligro. ¡Qué contenta se pondría mamá cuando le regalara la rosa!
Conseguí abrir la puerta de casa sin que me oyeran y cruzar el patio. Con la misma mano con la que cogía la cartera me sujetaba a la barandilla para subir las escaleras con pasos silenciosos. Al llegar al tercer escalón pensé que era mejor esconderme la rosa debajo del jersey, no fuera que alguien saliera en ese preciso instante y la viera. Así lo hice y emprendí de nuevo la subida con más cuidado todavía, apretándome el jersey lo suficiente para que no se me cayera la flor pero no tanto como para chafarla. Y entonces, no sé si tropecé o resbalé, pero me caí y, aún peor, se me cayó la rosa. Salió mi madre asustada y me vio en el suelo, y vio también la rosa, su rosa. ¡Qué disgusto más grande el mío! Mamá me cogió en brazos al verme llorar desconsolada. Ella creyó que me había hecho daño, pero yo lloraba por la flor, porque ya no sería una sorpresa para ella.
Todos los años, el Día de la Madre, me acuerdo de los besos que me dio cuando me cogió en brazos en aquella ocasión. Te quiero, mamá.