Conversaba con mi madre mientras las dos hacíamos tareas en la cocina. Le hablé de una canción que ella no conocía y me pidió que la cantase. Me da mucha vergüenza cantar delante de alguien, aunque ese alguien sea mi madre; pero me armé de valor y, mientras ella se ponía de puntitas y estiraba el brazo y el cuello hacia arriba en la despensa para coger una cazuela, yo me situé a su lado y empecé a cantar.
Bajó el brazo sin haber cogido la cazuela, bajó también el cuello y se volvió hacia mí con extraordinaria atención. Yo seguí cantando aún con mayor entusiasmo al ver que ponía tanto interés en escucharme. ¡Le está gustando mucho!, pensé.
Ella esperó a que acabara y me espetó:
–¿Sabes que tienes bien poca gracia para cantar?
¡Ni siquiera se fijó en la canción! Le recordé que de niña nunca me hacían cantar, solo escribir, siempre escribir, y coser.
Y a mí me gusta muchísimo cantar. Es verdad que cuando canto sola (por supuesto, siempre a solas) experimento una suerte de desprotección y, por el contrario, una de las cosas que mejor me hacen sentir y que más me divierten es cantar en grupo: me siento arropada por las otras voces, por las bocas que hacen iguales movimientos, por las expresiones similares de las otras caras, por esa comunión de tiempo y sonido. ¡Me encanta formar parte de ese unísono!
Y no es solo que mi voz quede sumergida por las otras voces que sí entonan bien, sino que, cuando canto con otras personas, sigo su entonación y lo hago mejor (eso creo yo).
A lo largo de esta semana que termina, he asistido a algunas conversaciones en las que se ha hablado del sentido de la vida. Yo pienso que los otros son una parte esencial de ese sentido. Tan importante como el yo, es el tú, como dice el psiquiatra Javier Urra.
Es como escribir, o como tener un blog: ¡Cuánto cambia, cuánto se enriquece en el momento en llegan los otros y comienzan a leer!
–También recuerdo otra canción… –comencé a decirle más tarde a mi madre.
Ella me miró con cara de espanto:
–¡Hija mía! Ya ha llovido bastante estos días.