Miquel Fuster: «La calle es una cárcel infinita»

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«He visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”. Con la célebre frase de la película Blade Runner, el economista y dibujante Juan Royo ha presentado en Zaragoza a Miquel Fuster.

Fuster fue dibujante en Barcelona en los años 80 cuando, como él ha dicho, “se hablaba de dibujar igual que si se tratase de la fiebre del oro”. El editor y guionista Joseph Toutain puso en sus manos un guión del Oeste y Miquel comenzó así una carrera que le llevó a ganar mucho dinero. Tenía todo el trabajo que quería y, además, hacía lo que le gustaba.

Se casó a los 20 años, cuando todos sus amigos seguían solteros. El dinero que ganaba le permitía vivir dos vidas: una con su mujer y otra con sus amigos. A los 32 años se divorció y volvió al piso donde había vivido con sus padres. Su casa se convirtió en una sala de fiestas, y todo lo que ganaba lo gastaba en invitar a sus amigos y en beber.

Se enamoró de una mujer que tenía un genio endiablado hasta el punto de que en alguna ocasión intentó dejarla, pero ella se oponía. De pronto, un 6 de octubre, sin previo aviso, la mujer lo abandonó y él sintió que le disparaban un tiro por la espalda (así lo ha dicho).

Solo unos meses más tarde, cuando su dolor aún seguía vivo, la vivienda de Miquel se quemó y, como no consiguió dinero para reconstruirla, decidió venderla por la cantidad que le ofrecía la inmobiliaria: un millón de pesetas. Algunas personas le advirtieron que si lo vendía, se quedaría en la calle; pero él siguió adelante con su propósito porque pensó que en aquel piso le martirizarían los recuerdos del amor perdido. “No sabía entonces que, vayas a donde vayas, los recuerdos los llevas contigo”, ha dicho Miquel.

Buscó otro piso, pero el dinero que había obtenido de la venta del primero no le alcanzaba para comprarlo, de modo que optó por gastárselo bebiendo, y se cumplió lo que tanto le habían advertido: tuvo que vivir en la calle. “Y fui a morir a las tablas, como los toros”: en la calle, sí, pero en su barrio de siempre, en Sants, hasta que no pudo aguantar más la compasión con la que lo miraban sus antiguos vecinos y las personas que lo querían, porque a su dolor se sumaba el dolor de los otros, y se marchó al centro de la ciudad.

En la calle pasó mucho miedo: quemaban a indigentes. En una ocasión, unos jóvenes bien educados y bien vestidos se acercaron a darle conversación. Al marcharse, uno de ellos sacó un adoquín de debajo de la cazadora y se lo tiró a la cara. Le rompió la nariz, pero habría podido matarlo. Tuvo que ser ingresado en un hospital.

«La indigencia es vivir en un estado en el que beber es necesario para poder levantarte”, ha dicho Miquel, y ha añadido algo todavía más sobrecogedor: «sobrevivir a la calle y perder el miedo exige abandonar la parte más íntima de tus sentimientos”.

También entre los que viven en la calle hay conflictos, y Fuster tuvo que aprender a ser ecuánime, pero también a enseñar los dientes.

“La calle es una cárcel infinita. Es el cuento de nunca acabar”, ha dicho. Llevaba quince años como indigente cuando la fundación Arrels fue a recogerlo. Le ofrecían un techo, una cama, comida, a cambio de que dejara de beber; “pero, si dejaba de beber, vendría mi pasado”, contaba Miquel, y él no se sentía con las fuerzas necesarias para dejar entrar en su vida a ese tiempo que tanto amargura le ocasionó. Hasta que un día se dio cuenta de que no podía más y, casi a rastras, consiguió llegar hasta la fundación.

Hace diez años que ha salido de la calle. “Ahora tengo una cama; antes, cuando encontraba un cajero confortable, creía que estaba en un gran hotel”, ha dicho Miquel.

La calle le ha dejado algunas secuelas físicas; por ejemplo, solo tiene un riñón, y no sabe cuándo ni dónde le quitaron el otro porque ha sido ingresado varias veces en hospitales.

Y de lo que no tiene nada es de resentimiento, “porque el resentimiento hacia los demás y hacia uno mismo es el peor veneno que se puede llevar dentro”, ha dicho, y ha añadido: “al cabo de muchos años en la calle, me di cuenta de que era más sencillo no engañarme, que yo había sido el culpable, y decidí perdonarme”.

Este artista que es capaz de adivinar por el color de la tez y por el grado de encorvadura cuánto tiempo lleva una persona en la calle reconoce que su recuperación “ha sido un milagro”. Y dice que en la calle ha aprendido a escuchar, a ver pasar el tiempo. Ha aprendido cautela y discreción, y ha aprendido que hay más bondad que maldad.

Fuster tiene cuadros en museos y, en ningún momento, ni cuando estuvo en la calle, ni después, durante su recuperación, ha dejado de dibujar y de pintar.

Este artista que, como él ha afirmado, acaba de llegar al mundo y no tiene otras expectativas sino vivir en paz y seguir dibujando ha visto puestas de sol que nada tienen que ver con lo que vio el replicante de Blade Runner y ha visto más terror.

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4 pensamientos en “Miquel Fuster: «La calle es una cárcel infinita»

  1. Antonio Rusiñol Ruiz

    Impresionante historia, muy humana, nadie sabe lo que le puede abrumar los problemas sentimentales, nos atrapan y ya esta condicionando de tal manera nuestra vida.

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    1. mariapilarclau Autor

      Así es, Antonio. En realidad yo creo que nadie sabemos lo que puede abrumar a los demás cualquier tipo problema. Tal vez si todos aumentásemos nuestra capacidad de escucha, nuestra generosidad, nuestra solidaridad… los problemas de cada uno no serían tan grandes ni tan abrumadores. Estamos acostumbrados a decir que los problemas de cada uno son los problemas de cada uno, pero a mí me parece que, si una persona sufre, tenemos la obligación moral de intentar ayudarle. Los problemas de cada uno son problemas de la sociedad. Mil gracias por el comentario y un abrazo.

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