El paro es un monstruo de muchas cabezas: la del miedo, la de la pobreza, la de la desesperanza, la de la tristeza, la del dolor, la del abandono, la de la soledad… A cada uno se le van presentando unas y otras en sucesivas fases, cada cual más horrenda que la anterior. Quienes nunca han tenido esta experiencia son, en su mayoría, incapaces de comprender. Los hay que siguen pensando que quien quiere trabajar trabaja. ¡Ay, qué poco conocen estos tiempos! ¡Y qué poco saben de humanidad! Y los hay que experimentan una suerte de regocijo al ver a los que han caído porque, al mirar al compañero parado se sienten “superiores”: ellos son mejores, no los han despedido, incluso quizá les hayan dado algún cargo mejor. Sin embargo, nadie es superior a nadie excepto por la bondad. Y la bondad está lejos de quien no es capaz de comprender el dolor del otro e intentar ponerle remedio.
En estos días no puedo evitar acordarme de las palabras de un político en un acto de la Navidad de 2010. “Lo peor ha pasado ya -dijo muy ufano-. La crisis ha terminado y este año recuperaremos la bonanza económica”. ¿Qué les parece? Un lince, ¿no?
En verano de 2011 me quedé en paro y padecí los duros embates de la ausencia: ausencia de horarios, de obligaciones laborales, de compañeros, de llamadas… Advertí con horror que ni mis conocimientos ni mi experiencia eran necesarios para nadie. Como me decía esta semana mi compañera y amiga Elena, cualquier ventaja de este talante, lejos de abrir puertas, las cierra, puesto que muchos de quienes todavía conservan sus puestos nos miran a los “freelances”, “autónomos”, “emprendedores”… (llámese como se quiera) como una amenaza y, según Elena, nuestra preparación y nuestras habilidades sociales son inversamente proporcionales a las posibilidades que tenemos de que cuenten con nosotros. A más torpes, más posibilidades.
En 2011 llamé a muchas puertas. A dos de ellas con más ímpetu. Una rechazó de plano mi propuesta después de dos meses de haberme hecho albergar esperanzas; la otra la aceptó y sigo trabajando con ella. La admiro, la respeto y me siento inmensamente privilegiada por trabajar para ella. En cuanto a la primera, que en una de aquellas conversaciones que tuvimos me contó que tenía un puesto fijo, la han despedido en estos días.
He visto (y sigo viendo) caer muchas torres desde hace dos años y medio. También cayó aquel augur que con tanta solemnidad habló en la Navidad de 2010. Me admira la rapidez con que los que miraban hacia abajo han tenido que aprender a mirar hacia arriba. Algunos ni siquiera han aprendido a mirar. Quienes nunca cogían el teléfono ahora esperan desesperadamente que alguien les llame.
En una sola semana han imputado a dos personas que, en diferentes momentos de mi vida, me han dejado sin trabajo; uno, para poner en mi puesto a su novia (otro día lo contaré). Cuando he leído las noticias de las dos imputaciones he pensado que aunque las personas no somos justas, el mundo muchas veces lo es.
Solo en esta semana he recibido la noticia de tres compañeros que se han quedado en paro. ¿Qué podemos hacer para que cese ya esta sangría? Visto que no podemos confiar en el sistema, que no siente, que no comprende… Bastante trabajo tiene ya con buscar dónde esconder el dinero que se han llevado y con convencer o distraer a la justicia… y a la sociedad. ¡Como si no conociéramos los que trabajamos en Comunicación cómo funcionan esas estrategias de distracción, las preferidas por los malos profesionales!
Visto, como decía, que no podemos confiar en un sistema que nos anula y que nos roba, habremos de poner todos cartas en el asunto y cooperar. Tomar conciencia de que el cambio es lo único seguro; que quien hoy está arriba mañana estará abajo y viceversa, y que, por tanto, es bastante ridículo mirar por encima del hombro a quien hoy no trabaja o a quien ocupa un puesto inferior, porque mañana nuestras posiciones habrán cambiado.
Quien ayuda, quien coopera, tiene más posibilidades de prosperar porque se abre también a la ayuda que el otro le proporciona, porque se gana la gratitud, el respeto y el cariño de los otros (lo cual de por sí ya tiene bastante valor); pero, sobre todo, porque la calidad de la persona no se la confiere el puesto que ocupa en la sociedad, sino su manera de estar en el mundo, su generosidad, su humanidad, su libertad, su humildad, su sabiduría y, en definitiva, su bondad, que es el compendio de todo esto.
La responsabilidad en la toma de decisiones pasa por tener en cuenta a los otros. En no olvidar que tan importante como el “yo” es el “tú”.