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Yaya Concha, mi madrina

El día de la Inmaculada era su día, y lo será siempre para todos los que en este día nos reuníamos en torno a ella: hijos, nietos, sobrinos, cuñados, consuegros… Recuerdo su casa llena de gente que llegaba a felicitarla. Las copas de vino y los vasos de refrescos sobre la mesa. ¡Y las almendras garrapiñadas! (Nadie las hace tan ricas como ella). Era un gozo ver a tanta familia reunida. Unos hablaban de la siembra, otros de política, otros del vino y de las almendras, otros de los abrigos que estrenaban o de la película que vieron ayer… Y a ella no se le escapaba nada: nos observaba, nos escuchaba, nos amaba.

Era ejemplo y maestra para todos. Y su recuerdo sigue guiándonos.
Era señora de sí misma; seria, juiciosa, inteligente y diligente. Obraba siempre con rectitud y con prudencia.
Tenía genio e ingenio, entereza, buen gusto.
Tenía el arte de la conversación y encontraba siempre lo mejor de los demás.
Se tomaba la vida muy en serio.
Le interesaba la ciencia, la política, la literatura, la educación, el teatro, el cine, los medios de comunicación, la moda…

Nada ni nadie le era indiferente.

Fuente de magnanimidad y de generosidad,
poseía el don de la sabiduría, el don de la caridad y el don de la preocupación.

De los tres, yo he heredado el último.

Ojalá me pareciese más a ti, yaya.

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