Ana se quedó en paro hace tres años y recientemente se estableció como autónoma. Es una diseñadora excelente; creativa, meticulosa y, además, una persona encantadora. Ha obtenido varios premios por sus diseños, y su trabajo siempre fue muy bien valorado en las empresas en las desarrolló su trayectoria profesional hasta que se quedó en paro. Está acostumbrada a trabajar en equipo, a colaborar y a conseguir de todos y, por supuesto, de sí misma, el mejor resultado que se puede obtener de un trabajo.
Pero, ay… aquellas buenas costumbres que teníamos…
Uno de sus clientes es una empresa de publicidad. El jefe está encantado con Ana, pero con quien ella tiene que vérselas cada semana es con Isabel, la diseñadora que hace tres años firmó un contrato fijo con la empresa.
Ana puso todos sus conocimientos y su imaginación al servicio de aquel primer boceto que tenía que entregarles. Isabel, más que poner, sacó: sacó todas las faltas que es posible sacar a un trabajo: el color era inadecuado; las formas, ridículas; el tamaño, grande en exceso; las líneas no iban a gustar a nadie; el mensaje no transmitía nada… Todo se lo dijo a voz en grito delante de los compañeros que trabajan con ella e incluso de algunos clientes que se encontraban allí en ese momento. Entre vituperio y vituperio, bajaba el tono de voz y variaba su expresión facial para intercalar a modo de estribillo: “A ver… que, por lo demás, está guay”.
A este vilipendio siguieron otros: a Ana le tocó asistir a reuniones en las que se sometían sus ideas al juicio injusto de los otros, que intercambiaban sonrisas de confabulación con Isabel cada vez que ella abría la boca. Gastó en ese trabajo horas de noche y de día; hizo, deshizo y volvió a hacer de nuevo a capricho de Isabel. Y lo que le resultó aún más despiadado que las humillaciones: tuvo que dejar al margen sus conocimientos, su imaginación, su punto de vista, sus gustos, su entusiasmo… y, en definitiva, su alma, eso que hace vibrar en silencio al alma que contempla después el trabajo acabado.
Isabel se ocupa de llamar a Ana cuando la empresa necesita de sus servicios, pero se ocupa poco, y cuando pasa demasiado tiempo sin que Ana reciba ninguna llamada, ella misma da el paso. Sucede entonces que Isabel comienza a exigirle de manera desproporcionada ideas, bocetos o lo que se le ocurre; trabajos absurdos y sin ningún sentido. Y así, entre el desprecio, el vacío y las inundaciones de trabajo, transcurre la relación profesional de Ana en esa empresa. Y no es muy distinto ese trato del que reciben otras personas que conozco; con el agravante, en algunos casos, de que quienes así humillan son a veces antiguos compañeros.
La neurociencia ha confirmado que el cerebro humano es un cerebro social y que estamos vinculados unos a otros. Pero esa ligazón no consiste en humillar, porque entonces habremos destruido nuestra humanidad.
En esta crisis se está jugando demasiado a la humillación, sin contar con que los seres humanos tenemos sentido de la justicia y no estamos dispuestos a que se nos humille. La sabiduría moral consiste precisamente en este sentido de la justicia y todos somos igual de dignos de respeto.
Se juega también a la competitividad, pero la competitividad no es un juego, y uno tiene que convertirse en excelente compitiendo consigo mismo y no con los demás. La excelencia se logra con la cooperación, y la ausencia de esta solo trae conflictos. A un profesional, sea del ámbito que sea, se le supone una enorme competencia y su deber es ponerla al servicio de su profesión. Flaco favor le hace a la profesión, y se hace a sí mismo, aquel cuyo único objetivo es apagar a aquellos que brillan más que él.