Según mis padres y mi DNI, nací un 15 de octubre, fecha en la que se celebra la festividad de una gran santa y escritora, Santa Teresa de Jesús. También un 15 de octubre, el del año 77 antes de Cristo, nació Virgilio, autor de La Eneida, una magnífica epopeya que llegué a saberme casi de memoria de tanto usarla en mis clases de Latín. Durante más de una década, desde que estudiaba primero de Filología, y mientras ya ejercía como periodista, dar clases particulares de Latín era en mi vida un hábito tan arraigado y casi tan necesario como lo eran levantarme por las mañanas, comer, llamar por teléfono a mis padres o quedar con mis amigos.
Era una cuestión de máxima importancia para mí que los conocimientos que había adquirido, que mis habilidades y que mi propia experiencia ayudaran a otros a conseguir su objetivo (y el de sus padres): aprobar.
Ser a un tiempo estudiante y profesora era una gran ventaja porque no me costaba nada ponerme en el lugar de mis alumnos: los escuchaba, los observaba y descubría así tanto sus fortalezas como sus debilidades. Las primeras me servían para elevarlos por encima de las segundas de manera que estas últimas no supusieran ningún obstáculo para lograr su propósito. Todos eran muy inteligentes, alguno adolecía de dificultades para concentrarse, otro para memorizar, otro para distinguir entre dos formas verbales… y a otros, simplemente, no les gustaba el Latín. Partiendo siempre de lo mejor que tenía cada cual, me dedicaba con unos a trabajar la concentración, a otros les enseñaba trucos para recordar o para distinguir los verbos… y a otros intentaba contagiarles mi amor por el Latín explicándoles con detalle el proceso por el cual yo me enamoré de esta lengua.
No quisiera escribir algo que no sea verdad y les aseguro que no recuerdo que ningún alumno suspendiera (ni Latín, ni otras asignaturas que les daba). El secreto no estaba mis conocimientos (al menos yo nunca lo creí), el secreto estaba en dos palabras griegas συμπάθεια (simpatía) y ἐμπαθής (empatía). El afecto y la identificación con el otro eran lo primero, después venía la transmisión de conocimientos y, a continuación, el buen resultado.
Cuando el trabajo ya no me dejaba tiempo para ello, tuve que dejar las clases. Las añoré durante mucho tiempo. Por suerte ahora también doy otros cursos y, aunque las materias son distintas, ni el afecto ni la identificación han cambiado.
Anoche un amigo escribió dos comentarios en uno de mis post de Facebook:
“Tuve una profesora de Latín estupendísima, te acuerdas?? Lograste que Domeño me aprobara!!! ya no se sí por mis análisis y traducciones del Libro de las Galias o por que le caías muy bien, sería por eso!!! Ahora me dedico a las ciencias ya ves tú un… besazo».
Rosa rosae me gustó gracias a ti, aún te veo como una profesora, eh!! Jaja con cierto respeto…. «
Me emocionó recordarlo, y me hizo mucha gracia eso de de “con cierto respeto”. Yo también conservo siempre un respeto especial por quienes son y han sido mis alumnos. ¡Gracias Toño, por ese comentario tan sorprendente!